El Agrimensor
ha muerto
Cuando le faltaba un mes para cumplir 86 años, el
matemático Benoit Mandelbrot confió su figura al recuerdo, quizá
imaginando que la memoria separaría como acostumbra la cáscara del
fruto, habilitándole un lugar de honor entre los maestros del género
humano. Por lo demás, fue alguien lo bastante poco notorio para el gran
público, y esto justifica algunas aclaraciones.
Empezó irritando
a su gremio por su obstinación en estudiar entidades matemáticas
conocidas técnicamente como aberraciones o monstruos, y se adelantó
a todos en aprovechar la potencia de cálculo del ordenador para hacerlas
visibles. Basta teclear la palabra fractal en cualquier buscador y
nos situaremos ante ellas, que podrían parecer simples variantes de la
espiral y la filigrana si no fuesen paisajes insondablemente profundos. En efecto,
podemos amplificar el detalle de cada uno, y lejos de topar antes o después
con algún granulado borroso- cada golpe de zoom descorre otro paisaje tan
nítido como entero, completamente distinto del previo y a la vez provisto
de rasgos comunes, donde la diferencia no excluye autosemejanza y
constantes de escala.
¿Acaso nos dicen algo sobre el
resto del mundo esos seres exóticos, revelados sólo por sutiles
operaciones de multiplicación?1 Mandelbrot repuso que probaban la regularidad
de formas descartadas por caóticas, certificando el nacimiento de una geometría
capaz al fin de medir la tierra, promesa incumplida por Euclides y sus sucesores.
Las trayectorias esquemáticas, monótonas y pasivas en las que fuimos
educados, añadió, eran por una parte el resultado de fantasear con
un tiempo, un espacio y un movimiento absolutos, como Newton, y por otra fruto
de que el geómetra tuviese como únicos útiles la regla y
el compás. Cuando el ordenador le permitió no sólo mecanizar
el cálculo sino simular situaciones, inaugurando con ello una variante
inédita del experimento científico, empezó a entrever una
malla más capaz de capturar lo real que las curvas y sólidos clásicos,
donde el abismo entre la figuración y lo figurado impone suavizar
todos los perfiles.
A partir de entonces sería posible mirar de frente
lo rugoso y áspero, las aristas distintivas del mundo físico, que
Mandelbrot decidió llamar fractales partiendo del latín fractus,
quebrado. Lo decisivo era saber si en el universo de cosas etiquetadas
como matemáticamente monstruosas había o no alguna medida
de la irregularidad, y unos pocos años de colaboración con
ingenieros de IBM le permitieron descubrir que esos engendros infinitamente complejos
podían a veces comprimirse en algoritmos muy breves. Quedaba abierto así
el camino para toda suerte de aplicaciones informáticas, pero fundamentalmente
había llegado el momento de aclarar que -a diferencia del círculo,
el triángulo y otras nociones nacidas sólo de nuestra definición-
tales monstruos son objetos. Aunque podemos saber o no de ellos, examinar el proceso
de cualquiera descorre un pormenor tan inagotable como el almacenado en las demás
cosas mundanas.
Sólo faltaba añadir que la fractalidad caracteriza
al conjunto de la naturaleza, tanto orgánica como inorgánica, cuyo
detalle resulta nivelado para poder imponerle el orden a priori de
algún determinismo. Nuestra capacidad para profetizar sobre seres objetivos
es directamente proporcional al maquillaje que depositemos sobre sus circunstancias
efectivas, pero reconocerlo sólo paraliza a quien prefiere suponer a constatar.
Lejos de introducir confusión, estimula maneras de juzgar menos subordinadas
al prejuzgar, una de las cuales es precisamente la matriz que genera autosemejanza
y constantes de escala. Esto es lo que enseña la regular irregularidad
del objeto fractal, y lo que observamos en fenómenos tan dispares y universales
como el curso de los riachuelos, la arquitectura de la alcachofa, las ramificaciones
arbóreas, las nubes, las líneas de costa, el esqueleto de cualquier
hoja y toda suerte de turbulencias, sin olvidar el ritmo cardiaco y el respiratorio,
las cotizaciones bursátiles o la distribución de estrellas en el
firmamento.
Aunque pudiera estar aún en pañales, el análisis
fractal presta atención al universo púdicamente excluido por no
imitar a las figuras y sólidos ideales, que el determinista encierra en
el desván de cosas absurdas por violar el dogma del equilibrio reversible.
Mandelbrot había empezado investigando zonas de aleatoriedad o singularidad
excepcional, habitadas por objetos en movimiento que surcan distancias infinitas
en áreas finitas, sin salirse del plano ni ennegrecerlo uniformemente,
y volvía intrigado por el parentesco de su conducta con el de espontaneidades.
Sus maestros habían construido una geometría articulada sobre los
conceptos de necesidad, fuerza y exactitud, cuando la futura partiría de
convertir esa tríada en azar, forma y dimensión, subtítulo
de Los objetos fractales (1975).
Entretanto, sabios no menos díscolos
académicamente registraban fenómenos de autoorganización
en campos tan dispares como la dinámica de fluidos, el rayo láser
y las cadenas de aminoácidos. Ajenas inicialmente unas de otras, sus investigaciones
cuestionaban las trayectorias inertes con entidades como los atractores
extraños, percibiendo desde distintos ángulos que las
cosas no idealizadas se hacen, y al resultar manifiesta la convergencia
de resultados y métodos nació el nuevo paradigma científico,
conocido como teoría del caos o de la complejidad. El gran público
conservaría de ello el efecto mariposa -esto es, que el batir de unas alas
basta para alterar el clima a largas distancias-, casi siempre sin reparar en
que ese rasgo del clima vale para cualquier marco no idealizado, pues los sistemas
físicos actúan como si recordasen (exhibiendo una sensibilidad
a sus condiciones iniciales), y microcambios disparan macrocambios.
El
químico y cosmólogo Ilya Prigogine presentó el nuevo paradigma
como resultado de insertar la vida en la materia, y al ser humano en la
vida. Aunque acabaría siendo un premio Nobel, no pudo leer su tesis
doctoral porque planteaba una termodinámica del desequilibrio, y era entonces
indiscutible la identidad de termodinámica y equilibrio. Igualmente indiscutible
era que el paso del tiempo mide el progreso universal del desorden, una tesis
demolida por Prigogine con poderosas razones. En primer lugar, dicha proposición
ignora la diferencia entre sistemas cerrados y abiertos, así como estructuras
disipativas donde el desequilibrio se aprovecha creativamente. En segundo
lugar, las transiciones de caos a orden no son la excepción sino la regla,
porque lo irreversible del tiempo convierte el azar molecular en información
(complejidad), fundando objetos que tienen a su disposición muchos estados
estables, en vez de uno solo.
Por distintos caminos, que coincidieron en
la necesidad que tuvo cada uno de mantenerse gracias a la empresa privada, Mandelbrot
y él habían descubierto algo tan complementario como medir la Tierra
y devolverle al tiempo su dimensión de historia de la naturaleza. Esa hazaña
sigue produciéndonos vértigo, al revelar en lo etiquetado como caos
un orden de grano más fino, construido por interacción entre los
objetos y su medio. Lo tenido tradicionalmente por orden es un residuo de la hipotética
orden dictada por el Omnipotente, que de haber querido separar libertad y movimiento,
materia y devenir, bien podría haber hecho un universo sin pormenores,
tan alisado como cualquier curva regular.
Los años 60 y 70 evocan
una revolución en los gustos y las costumbres, y mucho menos la mayor revolución
científica ocurrida desde principios del siglo XX, cuando la relatividad
y la mecánica cuántica jubilaron el paradigma clásico. Iba
a ser mucho más fácil liberar a la sexualidad del inquisidor, e
introducir el aglomerado de drugs & rockroll, que atender a los colosos
más recientes del pensamiento. Fueron inicialmente puestos en cuarentena
por su escandalosa novedad, y hoy tratan de archivarse tan discretamente como
posible sea. Quienes enseñan Euclides y Carnot a nuestros hijos deberían
reservar algún espacio a quienes renovaron radicalmente sus respectivos
campos, pero lo cierto es que ni la geometría fractal ni la termodinámica
del desequilibrio han hecho acto de presencia todavía en nuestros planes
de estudio.
Esto podría relacionarse con el hecho de que la complejidad
sea embarazosa, tanto para quien reparte certezas absolutas como para el cultivador
del especialismo. Pero haríamos mal divorciando su indolencia de un espíritu
más amplio e imperativo, como el que ha acabado inspirando a la Real Academia
de la Lengua. Aristóteles vio en la ciencia el fruto del asombro
ante la naturaleza, prolongado por una insaciable curiosidad. Siete
siglos después, en sus Confesiones, san Agustín considera la ciencia
como una curiosidad malsana e inútil, pues la Revelación
ofrece una verdad más segura y clara, y va a ser precisamente esto lo que
nuestro Diccionario suscriba. Leemos allí que asombro es susto, espanto,
no también el acto de maravillarse ante algo, y curiosidad el deseo
de saber o averiguar alguien lo que no le concierne. Hasta la edición
de 1976, curiosidad era deseo de saber o averiguar alguna cosa, pero
he ahí que cosa se ha estabilizado como lo que no nos concierne.
So
pretexto de pulir y dar esplendor, obrar como dueño de una
lengua suscita entre otros efectos el pacto de ese usurpador con los incomodados
por la emergencia del nuevo paradigma científico, que no en vano empezó
a definirse como tal a mediados de los 70. Aquél brote de destrucción
creativa puso en cuestión a la gran mayoría de los docentes, convencidos
de que sus respectivas disciplinas están ya fundamentalmente conclusas,
y la única incógnita de nuestro caso es saber cómo la mano
invisible de esa infatuación gremialista pudo llegar hasta nuestra Real
Academia, haciendo que redujese la curiosidad a una indiscreción abyecta,
como la de quien mira por el ojo de una cerradura.
Prigogine, el Einstein
de su tiempo, confió su figura al recuerdo en 2003; Mandelbrot, el agrimensor,
acaba de dejar atrás su atrabiliario páncreas. Qué poco les
conocemos, cuando tanto hicieron para ampliar nuestros horizontes. Sin embargo,
Internet apenas empieza a desplegar sus alas, y para esa red de curiosos la construcción
de fractales es hace tiempo el gran símbolo del arte informático,
y la termodinámica del desequilibrio una evidencia. No será tan
sencillo sacar adelante la propuesta de que cerremos nuestras cuentas con lo real.
NOTA
1
- En concreto, por el procedimiento de multiplicar iterativamente
ciertos números complejos, que son la suma de un número real y un
número imaginario.
© Copyfreedom 2010 - Antonio Escohotado
Quién es Antonio Escohotado?
Alicia Delibes, ha
sido viceconsejera de Educación de la Comunidad de Madrid. Sobrina del
conocido escritor Miguel Delibes, se ha dedicado durante muchos años a
la docencia y ha desempeñado el cargo de directora general de Ordenación
Académica
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